Día 3, Viernes.
Madrugón bueno. Me ducho y me preparo en tiempo record. Bajo al salón y... están dormidos.
No pasa nada. Les despierto con confianza. Se preparan. Juntos, Mohammed, Abdu, Ayman (el chófer) y yo vamos a tomar el desayuno típico: unas tortitas con una especie de té con leche rara. Delicioso. Me recuerda al "pan tostao" de los sábados por la mañana en casa cuando era pequeño.
Desde ahí, a las montañas.
Primer control: se creen que soy local y no piden el permiso.
Segundo control: me identifican como extranjero y empiezan a pedir explicaciones sobre por qué el primer control no ha informado. No pasa nada. 10 minutos retenidos.
Controles, controles.... y llegamos a "Menaha", en lo alto de la montaña.
Después de la visita a la mezquita blanca de la ciudad nos dirigimos a "Hajarah", aún más arriba. El día estaba algo nublado. Estábamos rodeados de tierras de cultivo de altura, en terrazas, al mismo modo que hacían los incas tal y como lo conocí en Perú. Plantaciones de café y kat.
Bajamos del coche en plena hora del rezo del Viernes (es el más importante, como la misa del Domingo a mediodía para los católicos). Nos internamos en el pueblo, antigua residencia de judíos que lo dejaron abandonado hace siglos y, definitivamente, en 1948 (fundación del Estado de Israel por la ONU). Calles estrechas que suben y bajan. Humedad, fresco, ladrillo, niños corriendo, puertas de madera y acero forjado. He dado un salto en el tiempo.
Salimos del laberinto y llegamos hasta la mezquita. El rezo ha terminado. Están celebrando mientras suenan tambores y bailan el baile yemení, esgrimiendo la "yimbia" en alto, chillando y girando en corro.
Me pregunto si eso es normal después de cada rezo.
No. No es normal.
En ese momento, uno de los que baila, Abdullah, identifica a Mohammed y le llama. Me presentan.
No, no soy egipcio. Arabe tampoco.
No se hable más, es la boda del hermano de Abdullah. Estoy invitado al convite, a la mesa de la familia para el banquete.
Y qué banquete. Madre mía. Todo buenísimo.
Por supuesto, todo por tierra salvado por una manta.
Entrantes, primeros, segundos, terceros y postres. Todo son risas, miradas (de desconcierto y de complicidad) e invitaciones a más comida.
Después del banquete fuimos a una gran tienda montada ad hoc donde teníamos música, bebidas no alcohólicas y, por supuesto y sobre todo, kat.
El Kat es una planta que mastican (como los peruanos la hoja de coca en las regiones de altura) y rige el ritmo del país a partir de la comida. Tiene facultades, digamos, psicotrópicas blandas. El cultivo se destina cada vez más a ella y dicen que representa sobre el 40% de la economía del país (no oficial).
Es asqueroso.
Los efectos se aprecian cuando se toma durante unos días, es decir, cuando uno está acostumbrado. Después de probarlo durante tres días, tengo una herida en la boca y decido sabiamente dejarlo. Tampoco he conseguido "ver las estrellas cuando el Sol está más alto" como me decía Omar. Otra vez será.
A la hora apropiada, de vuelta a casa. Tengo que estar de vuelta en Sana'a de día por el tema de los secuetros, que son de dos tipos:
1. Tipo al-Qaeda. Estás muerto. Te matan delante de una cámara o estrellan un coche bomba contra el tuyo.
2. Tipo político. Te paran el coche. Te reconducen a una casa en las montañas durante dos días. Te dan de comer, haces trekking, comes Kat, bebes, paseas a caballo. Todo eso mientras piden que liberen a un preso que bebió alcohol en público o que escribió algo contra el gobierno. Tomadlo de forma literal. Pude conocer a una "víctima" de este tipo de secuestro.
De vuelta a Sana'a, cena y a dormir. Estoy K.O.
Que onda Guille! Muy grande la crónica y muy interesante el viaje. Se ve que sigues con esa manera de ser que te hace conocer cosas que la mayoría ni pensaríamos en hacer. Me encanta leer esas crónicas y pasar una envidia, para nada sana. Un abrazo enorme y que sigas tan bien. Agur.
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