miércoles, 17 de abril de 2013

Esto del viajar

Me dije una noche, delante de los cadáveres de varias botellas de cerveza, en presencia de balbuceantes y adormilados amigos, con una  indescifrable cosa que llamarían música de fondo, amparado por la soledad de la hora tardía y el crédito que otorga el alcohol para el perdón de las tonterías -verbales y orales-, en un estado de tranquilidad que me inspiraba a filosofar mentalmente para alivio de mis colegas casi sordos por la música y la bebida, con la mirada perdida en el recuerdo o en las nuevas ideas, no me acuerdo. Me dije esa noche, en ese momento de calma. Me dije...


La sensación de afrontar el inminente desconocido que existe más allá del túnel de gusano que lleva a la cabina del aeroplano, en una terminal fría, aislada del sonido y de la atmósfera del resto del mundo no se puede explicar.

La penúltima maravilla que recuerdo de El Cairo es la mezquita de Ibn Tulun. La recuerdo en sí del color de la tierra, seca, vacía, sucia y cerrada a la oración. Recuerdo que me costó encontrarla, que ni siquiera el taxista sabía bien la ubicación -porque yo le daba uno de los mil nombres que tiene- y que hasta me costó convencerle de que no iba a la Ciudadela. Tuve que enseñarle el dibujo del billete de cinco guineas para que comprendiera. Recuerdo encontrarla y estar solo, completamente solo como no lo estuve en una urbe en muchos años, entre los arcos y las bóvedas de semejante edificación dedicada a Dios y emocionarme como un hombre ante el cúmulo de recuerdos que comenzaban a azotarme ante mi inminente marcha la tarde de ese mismo día. Un avión me llevaría un poco más lejos de los recuerdos, para fabricar otros tantos sobre los que poder escribir, y soñar.
Entre los arcos de la mezquita, misteriosamente, el tiempo tal y como lo conocemos, se paró. Ese lugar del centro del patio, al que Borges se refiere de forma tan dolorosamente casual en su obra, reunía gran parte de mi concentración, de mis pensamientos y de mi aliento. Pensé entonces en el amor a una ciudad y a una mujer y, sin dejar de mirar el sabil, resumí mis pasos hasta calzar mis pies de nuevo para salir al mundo, "una vez más", y dejar que el tiempo siguiera su curso.

Mezquita de Ibn Tulun. Rab akbar


Hay sitios especiales que uno recuerda sin saber por qué y sin importar los motivos, los haya o no. Algunos entenderán esto que digo. Otros sabrán que, con el paso de los años, "sitios" se cambia por "momentos" y, con un poco de suerte, llegaré a comprender que con estos términos quiero decir "personas" cuando, en realidad, me refiero a "amigos". O a algo más.

Recuerdo la noche más fría de mi vida porque fue hace poco, en algún rincón entre Nepal e India, a varios miles de metros sobre el nivel de cualquier mar lejano. Apenas pude dormir. La tierra tembló. Al pensar en el frío de esa noche recuerdo otra noche fría porque quizá haya sido injusto y aquella noche  fuera otra noche y otro frío el que me inundaba. Fue en una tienda beduina, en la entrada del Valle del Güeir del confín del desierto de Araba, en el antiguo Reino de Edom o a un tiro de piedra de la actual frontera entre las tierras de la Palestina-cisjordana y Jordania, envuelto en una manta vieja, escuchando tranquilo el preludio de la noche de luna llena que llamaba a los perros salvajes de las colinas, después de comer junto al fuego y emocionarme con palabras viejas, viejas como varias generaciones, cantadas por un tullido con la ayuda de su rababa. La voz de un buen hombre. De un Hombre.

Me transporto distante de esa noche en el desierto del valle de Araba o del amanecer en la falda de la cordillera del Himalaya para decir que creo firmemente y sin reservas que los aeropuertos son lugares muy extraños. No quiero caer en tópicos. Son como cámaras del tiempo y del espacio. Asépticos, no nos brindan ninguna pista sobre lo que va a pasar, a excepción de unas letras escritas en un monitor, de vez en cuando. Pero lo son también por otros motivos.
Puedo verlo cada vez que cierro los ojos, como si hubiese sido esta misma mañana. Hablo de mi padre y su llegada al aeropuerto internacional de Lima, hace apenas 11 años. Entonces yo, en mis años tiernos, tuve que secarme las mejillas porque vi a mi padre mayor, cojear mientras escrutaba despistado el gentío hasta localizarme -exactamente, tres palmos y medio por encima de mis "hermanos" peruanos-, sonreír y, mientras agitaba su mano en el aire y hacia abajo en ese gesto tan suyo, caminar hacia mí. Fue la primera vez que entendí que el reloj no se para sino en contadas ocasiones y que toda la arena que cae es la misma que se deposita en el fondo del reloj.
Casi 10 años más tarde volví a experimentar esa extraña sensación, tan indescriptible cuanto íntima, cuando, a través de las personas que esperaban a sus familiares, amigos, clientes, amantes, enemigos y desconocidos, vi que mi madre, mientras se reía -como siempre-, no podía empujar una maleta llena de embutidos, vinos, cartas, regalos y, posiblemente, alguna prenda de ropa para su estadía conmigo. Era otro momento, otro aeropuerto de otro continente. Otro punto de vista. Otro todo sobre la misma cosa.

Este tipo de recuerdos junto a las divagaciones de altas horas de la madrugada, las de después de varias horas -sí, horas- de conversación con viejos amigos lejanos; así como tantas otras cosas: las lecturas de algunos autores basura, otros excelentes, otros envidiables, articulistas o críticos aficionados, expertos narradores o contadores de cuentos, hacen que me ponga a pensar en cada palabra de forma singular, en su contexto y en su pleno significado, a modo individual y, sólo después, como parte de la frase. Es complicado. Nunca suelo caer en individualidades, más bien peco de lo contrario. Intento enmarcar el significado pasado de mis viajes. Cada día entiendo cosas que hice, buscando la razón que me lleva a tomar las decisiones, hoy, que afectan a mi futuro inmediato. Y al otro futuro, también.

Me pongo a pensar en el tiempo como si de geometría se tratara aprovechando una sesión de cool jazz salida de alguna parte de la red. Como si fuese mi buen amigo Juan, ajusticio que si la vida fuera una espiral, todos nos terminaríamos cruzando un par de veces en distintas vueltas y a diferentes velocidades. Si fuese una línea recta, para ser breve, estaríamos jodidos; y como jodidos no estamos -porque no queremos-, si no tiene que ser espiral, que no sea recta tampoco, sino una curva; una onda, mejor dicho, como el sonido o el diagrama de los latidos del corazón. Esto tiene más sentido porque cruzarnos, nos cruzaremos, y será en sentido contrario aunque en la misma dirección.

En otro orden de cosas me pregunto por el empuje de los proyectos personales que forman parte pasiva del viaje (aquí, el lector pensará en los suyos propios). El escepticismo general, que en el fondo es también individual, limita la imaginación de cada uno;  vamos, que nos impide salir de la famosa caja, crear cosas nuevas o crear cosas que no son nuevas; es decir: cambiar. A esto se referían varios autores con frases lapidarias. Esta falta de imaginación y, por tanto, de empuje, implica una cosa: conformismo. Así de fácil, el escepticismo trae aparejado conformismo humano. "Mezclado, no agitado", el resultado de esta ecuación es la sensación que nos golpea el pecho a algunos -a otros les da ganas de sonreír- cuando cerramos los ojos y pensamos en "sofá y tele".

Aunque importe poco, me pregunto si queda algo claro el por qué me di al viaje solitario en vez de a las drogas -blandas, en su mayoría-, o en vez de volver a la estepa, que sigo llamando "patria" por un único motivo, que es España en estos momentos. Después de tan densa y abrasiva explicación, tras releer un par de veces todo lo anterior, no encuentro justificación por ninguna parte. Es un fiasco. Un fraude. Aconsejo la deslectura intensiva. Remito cordialmente a textos de Mújica Laínez o, para los profesionales, Alejo Carpentier.

En todo esto del viajar hay un elemento que, nos guste o no, llevamos en la mochila -es decir, a la espalda- y es todo aquel bicho viviente, normalmente ser humano, que se queda atrás mientras seguimos dando pasos. Volver, como anuncia el famoso tango en una palabra cargada de significados, lo que es volver -repito- puede ser una gran aventura. Las costumbres se amplían en número y son difíciles de gestionar. Algunas se modifican por otras: conocidas, desconocidas, nuevas y viejas, estúpidas o útiles, blancas, negras o "colorás", las costumbres somos nosotros mismos; nos configuramos como lo que somos y somos testigos andantes y sonantes de los lugares donde dejamos huella -de barro o en el váter o en la sonrisa de alguien-. Volver es continuar el viaje, en un sitio conocido, rodeado de personas conocidas, pero sin ser nosotros o, al menos, no los nosotros que éramos antes, sino unos nosotros distintos, nuevos.

Quizá me esté apartando sombríamente de la línea argumental del título. Será el hambre, que no perdona ni a los aspirantes a artistas pobres.

El súmmum del conocimiento humano lo encontré en una frase escrita en azul sobre un plato de cerámica de una tienda de recuerdos de la judería cordobesa. Corrían los años de mis veintiqueseacaban, antes siquiera de imaginar traslados a la orilla norte del mar Mediterráneo. Caminaba yo con mi amigo Carlos por las callejuelas de Córdoba a la vez que hacía una entrevista telefónica para Inditex (las cosas como son), para una chica/mujer/entrevistadora muy maja que sólo entendió mis palabras; es decir, más bien poco de lo que le dije -no la culpo, estaba drogado por la belleza del entorno-. La frase que se me grabó a fuego en el seso, al mirar ausente a mi vera, entre el blanco de las paredes, rezaba así: "No te preocupes tanto por la vida, pues no vas a salir vivo de ella".

No recuerdo cuál era el otro bicho del planeta que había llegado a saber como nosotros tanto sobre la muerte, su sentido y los límites de la vida, pero estoy seguro de que estamos a punto de extinguirlo en contra de su consciente voluntad. "El tiempo es mío y me lo gasto donde me dejan". Una sentencia triste. Qué pena pensar de este modo.

"Aprovechar el tiempo" es una frase de sentido tan relativo que carece de significado a oídos ajenos.

Una estación de tren en un sitio desconocido. Un billete en la mano, mochila en la espalda. Pocas miradas inquisitivas a esas altas horas de la noche. Cansancio. Emoción.

Para algunos imaginar es recordar.

Concluyo con una frase antigua que encuentro flotando en el charco de los restos: "Los días pasan, las personas pasan. A veces, algunas, se quedan un poco. Algunas, para siempre."

Sean Vds. buenos.

5 comentarios:

  1. Enhorabuena por estas líneas, y sigue disfrutando de tus vivencias, porque cada segundo que pasa se cumple la frase "el futuro ya no es lo que era".
    Un abrazo

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  2. Mucha razón en todo lo que dices. Los que hemos viajado un poco (nunca tanto como usted señor) hemos tenido sensaciones similares pero no habría podido expresarlas mejor. Unas grandes reflexiones. El día que no nos inquiete algo, será un mal día, te lo aseguro.
    Ondo segi, aio.

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  3. Después de releer este texto, cada vez estoy más convencido que tienes algo que siempre me hubiera gustado poseer a mi: habilidad para narrar, originalidad en esta tarea tan utilizada como es la escritura, estilo propio... Creo que podría distinguir entre mil un escrito tuyo...
    Ahhh!!. Gracias por todo lo que me has permitido leer. Mañana lo volveré a leer. Seguro que me gustará más y volveré a darme cuenta que había cosas que se me escaparon.

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  4. "Mañana lo volveré a leer...". No. No ha sido "mañana", pero si ha sido unos días después. Sabes que encontré cosas nuevas en tu mismo escrito?. Recuerdo cuando me decían-¿tu?- que una buena canción entra después de varias escuchas. Pues este texto tiene necesariamente que ser bueno, porque empiezo a apreciar su sabor.
    Una vez más, gracias.
    Abrazos.
    Pp

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  5. Empiezo el año 2014 de una fantástica manera. Escuchando el concierto de año nuevo dirigido por Barenbhion y releyendo este maravilloso texto de mi hijo. Cada vez que lo leo me gusta más. Un

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