jueves, 7 de marzo de 2013

Tailandia (y III) Fronteras

    Los días en Krabi se pasaron volando entre paseos, horas dedicadas a la pluma y al papel, visitas al mercado nocturno (de comida) y charlas de sobremesa con Franco, el propietario de la Pizzería Firenze, junto al paseo del ríio. Política, viajes, Tailandia (y sus gentes) y el diablo capitalista que me hospedaba fueron los temas principales que nos sumían en horas de café y vino mientras caían cuatro gotas o el diluvio universal -versión concentrada-.
    Algo de algunos de estos temas sabría el buen hombre que, si bien algo parco en palabras y de un humor gastado y a destiempo (quizá por la edad y los años alejado de la patria -que pasan factura-), tenía la imagen del país de los tais afilada a través de más de 25 años y un bagaje viajero que incluía tanto kilómetros en carreteras del hemisferio sur, como otros idiomas aprendidos (en la necesidad que impone el hambre y el sueño) de la boca de nativos en sus viajes por Europa, Oriente Medio y América del Sur.
En resumen, un hombre de mundo, actualizado al minuto con las noticias de hoy de forma que me pareció certera (algo complicado para gente de su edad, según mi experiencia).

Krabi. Mercado nocturno


    Cambié de habitación (y de casa). Me fui con una familia porque la señora que me sonreía resultó que sólo sabía sonreir de astucia de la mala -o un amago de esta- y se frotaba las manos mientras calculaba mi pago diario de mi estancia con combinaciones a lo Bárcenas de cifras escalantes. Si una noche son 250 y dos son 450, al enterarme de que tres noches eran 780 decidí largarme. O quizás me echó ella. Es lo de menos. Me fui con una sonrisa.

Krabi. Mercado nocturno. Ñam, ñam

    Después de unos días en los que ni Franco ni yo solucionamos el mundo, llegué a Satún, cerca de la frontera con Malasia, en una tarde de lluvia. Como venía siendo costumbre, no llevaba ningún hotel en la memoria ni en la agenda, así que me tocaba "patear para encontrar". Entre los soportales del área del mercado, en un bar que daba algo de luz y de vida a la calle sombría -y empapada-, me encontré con James, que viene del Lake District del norte de Inglaterra... en bicicleta. Todo un personaje. Nos tomamos unas cocacolas y, tras contarnos experiencias del viaje, quedamos en vernos por Malasia o por donde Dios o Allah o Vishnu quieran. Seguir la misma ruta no es garantía de nada, a estas alturas.

Manta-raya gigante
    En Satún tuve la suerte de asistir al Festival Internacional de la Cometa, que, en su 33 edición, no contaba con equipo español, así que me colé en el italiano. Lo pasé en grande, de verdad.Nunca vi un espectáculo tan vivo y colorido de artefactos voladores. La inquisición española (esa que prohibe los símbolos culturales u otras demostraciones públicas de otras religiones) habría mandado a la hoguera a más de uno en este evento. Quizá lo disfruté algo más por mi pequeña afición a las cometas acrobáticas, de las que hubo un concurso-carrera. Intenté volver haciendo auto-stop ("dedo", en España) pero, como en mi patria -o eso dicen- sirvió de poco. Fueron unos días relajados con los que me preparé para cruzar al país vecino. Aún no lo sabía, pero iba a necesitar todo mi ánimo y gran parte de mi energía y paciencia.

Un día perfecto para toda la familia

    El autobús que tomé en Satún me dejó en Hat Yai, ciudad fronteriza y de mayoría musulmana, donde sufrí el acoso de  las agencias locales, que me querían vender el pasaje a Penang (Malasia) por media fortuna y mis calcetines. Les dije que no, desafiando al destino, porque me propuse hacerlo yo solito. No por el tema de "tenerlos más gordos", sino porque me negaba a ser saqueado de una forma tan explícita a plena luz del día.
    Un bus local me puso en la frontera por poco más del precio de una botella de agua. Al bajarme, el conductor me dio mi mochila, señaló al sur, hacia los árboles y me dijo: "border". Le respondí: "border, tú" y puse tierra de por medio riéndome de mi propia broma (sí, ya sé que no se debe reir uno de sus bromas, pero me salió espontáneo).

    Mientras caminaba, intenté acordarme de la última frontera cerrada que crucé a pie y recordé, aflojando el paso, la odisea del cruce de Perú a Bolivia, en los alrededores del lago Titicaca, pero esa es otra historia.
Fue el chasquido del guardia fronterizo el que me salvó de cruzar sin sellar el pasaporte, distraído como iba, pensando en que uno de mis inmediatos pasos, sería el que restaría una hora a mi vida. Pensé en todo lo que perdería en esa hora: ideas, pensamientos, aire, recuerdos... y lo fácil e irrecuperable que era todo. No sabía entonces que, en otra parte del globo, en otra frontera a pie, la experiencia de Sergi era diferente: intentando cruzar de Siria a Turquía de forma ilegal, corriendo seguramente, escondiéndose de las patrullas... y terminando detenido.

   Yo perdí una hora en uno de mis pasos, entre sonrisas de guardias que me saludaban al verme pasar. Otros, perdieron horas, o días, o la vida o algo más. Pensé en todo esto y en lo absurdo del mundo que construímos (o toleramos).

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