Delhi.
Todo empezó de madrugada. A esa hora donde la humedad la puedes saborear, cuando te das cuenta que llevas demasiadas horas en un autobús, el momento en que te das cuenta de que unos pantalones cortos y una camiseta no son nada cuando el conductor del rickshaw lleva abrigo. Madrugada de Delhi. Oscura, húmeda, fría...
Iker me recibió medio adormilado pero como si no hubiesen pasado esos tres años para nada. De charla con cerveza, risas y recuerdos del máster ICEX (ups, lo he dicho).
De Delhi tengo poco. Ninguna foto. Pocas cosas de la ciudad en sí. Lo bueno de reencontrar a Iker después de tanto tiempo y de conocer a Manoj, la viva estampa de Camarón, compañero de piso de Iker y fluido hablante de español castellano. Todo un casanova indio de los tiempos actuales.
Horas de oficina de tren, taquillas, internet y agencias de viaje no me valieron nada para llegar a Agra. Tardé mucho en conseguir un billete que se resistía por la proximidad del Diwali, el festival de las luces. Tardé mucho y, al final, no me sirvió para nada por quedarme dormido. Fue ese el momento en el que la experiencia egipcia me impulsó a lo de siempre, a no aceptar un "no" por respuesta definitiva y a insistir siempre un poco más sin llegar a los límites (en contra de mi natura).
El revisor regordete de bigote equilibrado e inglés roto colonial me soltó un "go in this train" mientras señalaba el tren de mi izquierda. Mucha casualidad, pensé. Pero como sin riesgo no hay gloria, me subí y me encomendé a los 3 millones y medio de dioses hindús... y llegué a Agra.
Del Taj Mahal ("Tienda de Coronas" en árabe -es lo que tienen los juegos de idiomas-) no puedo contar nada. Hay que verlo. Agra tiene poco más, la verdad.
Y de Agra a la ciudad sagrada de Varanasi.
Lei en el libro de Shantaram que hay que visitar tres ciudades para la satisfacción espiritual: Meca, Jerusalem y Varanasi. Cada uno sabrá por qué y, en realidad, el autor metía París, pero me parece que se le fue un poco la cabeza.
En Varanasi, a las orillas del Ganges tuve un "momento". Observé el límite entre la vida y la muerte. Ese limbo extraño que nos marca tanto, que nos lleva a preguntarnos cosas que no podemos entender o que no queremos o que no necesitamos. Justo cuando destacaba la capacidad para asimilar la muerte, para entenderla como una vuelta a la rueda del Samsara y reencarnación, cuando me asombraba de que nadie se lamentara por los familiares que se van, me tropecé de bruces con un hombre volcado sobre su mujer fallecida, envuelta en las sábanas tradicionales, sobre la parihuela, antes de ser sumergida en el Ganges para, solo después, ser quemada en la pira.
Permanecí horas allí y entendí algunas cosas y me pregunté millones más. Salí sin dudas pero con preguntas. Algunas desaparecieron por inútiles, pero diré que, en general, me dio otro empuje a lo que veo.
Me sentí en medio de un proceso que me agitaba en todos los niveles.
Y cai enfermo. En espíritu y en cuerpo. Era una consecuencia natural. De mis últimos días en Varanasi no voy a hablar, pero digamos que debo algo a alguien: palabras, hechos, ideas... no es importante. No lo puedo calcular.
Ese estado, tal como llegó, en pocas horas, se fue.
Y, en tren, llegué a Bodhgaya, donde el Buddha alcanzó la iluminación. Fueron días relajados en el ritmo pero con la cabeza a mil. Mis padres ya me conocen en este aspecto, así que les pido que se tranquilicen, que va todo bien :)
De Bodhgaya a Darjeeling pasó una eternidad donde incluyo billeterías de tren, ciudades, restaurantes y trenes colapsados de gente. Tercer mundo en su esencia, donde estuve al límite. Muy al límite de lo que podía soportar. Me sorprendió estar tan tranquilo y tomarlo con tanta filosofía. Una noche nada más y un vagón vacío al despertar. Me pregunté sobre la tolerancia, el respeto y la necesidad de pasar por ciertas cosas. No yo, cómodo extranjero, sino ellos.
En Darjeeling, después de tres horas de pie en un tren, cuatro horas de transbordo, una hora caminando, 12 horas de tren nocturno, tres de jeep por montaña y una subida empinada hasta el hotel, me reencontré con el invierno, con el té... y con el Himalaya.
Plantaciones de té en Darjeeling |
Esas reflexiones mirando por la ventana de un tren son las que de verdad le dan sentido a un viaje. Por supuesto el moverte y conocer nuevos territorios enriquece, pero la reflexión propia que viene con ello es "el viaje paralelo" que interesa por igual.
ResponderEliminarUn abrazo amigo!
Guille, es de lo mejor y más emocionante que has escrito en este espacio. Veo que no cesas de perderte, encontrarte, y volver a perderte en lo personal y lo espiritual. Me alegro de lo que estás viviendo.
ResponderEliminarÁnimo desde el desconocimiento de muchas cosas. Un abrazo y no dejes de contarnos el mundo.
Borja
desde mi ventana veo un londres gris y lluvioso, si entrecierro los ojos, como para enfocar la pizarra, te veo en el himalaya y me das paz.
ResponderEliminarUn beso enorme. Duniamartix
Guille, eres un escritor con sentimiento. Llegas a donde los demás quisiéramos. Transmites..... Me gusta cómo cuentas las cosas, tus cosas, tus vivencias, tus maneras de ver lo que ves.
ResponderEliminarUn abrazo.
Plácido.