Siempre he escuchado la frase: “la vida no sería vida si no existiera la
muerte”. Siempre he creído en ello. En los últimos cuatro días he
tenido mi propia montaña rusa emocional. He podido comprobar los dos
lados de “eso” que completa a la vida (y que le da su significado): el
lado imprevisto y el lado esperado.
El dolor es indescriptible y personal. No espero que nadie lo entienda de la forma en que yo lo siento. Sería algo imposible.
A veces es por el dolor que sienten otros; otras veces, por el que siento yo. Creo que es algo necesario.
Ayer murió mi abuelo Juan, el Lengo.
Llevaba tiempo enfermo y en los últimos días estaba bajo el efecto de la
“tranquilidad”. No hablaba, no comía. Dormía. No se despertaba nunca.
De su vida no voy a hablar. Sólo diré que no se mereció este final.
Me despedí de él un Miércoles por la noche y estuve rezando en silencio y soledad hasta el Domingo siguiente que volví.
Pude verle.
Dos horas después, falleció. Fue un día mágico. Un día que cerró un fin
de semana en el que la vida “fue injusta”, en el que sucedieron cosas
que no entenderemos nunca. Cuatro días que sirvieron para reflexionar y
para sentir.
No dejo de agradecérselo.
El hizo gran parte de la persona que soy hoy. Al marcharse, no puedo sino reafirmar más que nunca esa parte de mí.
Se queda un sabor agridulce después de estos días.